martes, 12 de julio de 2011

Eternamente obsesionados por la belleza superficial

Otros hombres

Los artistas Pierre y Gilles se conocieron hace 35 años en la inauguración de una boutique de Kenzo en París. Desde aquella noche, nunca se han separado. Juntos crearon una estética revolucionaria del imaginario visual gay, que hoy es reconocida y copiada en todo el mundo.

Por: Humberto Junca Casas



Quizás ser homosexual, hijo de extranjeros y marginado por ello, hizo que Andy Warhol tuviera muy claro que las estructuras culturales (sexuales, artísticas, de gusto) de sociedades tradicionalistas como la norteamericana después de la segunda guerra mundial, pueden cuestionarse, romperse y reestructurarse de cualquier manera. Este impulso, junto a su disciplina y lo aprendido como ilustrador y publicista llevó a Warhol a mezclar en su obra dos medios que se suponían antagonistas y que incluso hoy, se piensan enemigos: la fotografía y la pintura. La popularización de la fotografía se debió a la versatilidad de manejo de la cámara fotográfica: no se necesitaba ser un profesional, un artista, para tomar fotos; solo había que apuntar y oprimir un botón. Para ser pintor en cambio sí se necesitaba talento o al menos la práctica “que hace al maestro”. Por eso, a mediados del siglo XX, los pintores estaban celosos de la forma en que los medios masivos les habían arrebatado totalmente el control de las imágenes (su producción y su exhibición), el control de un imaginario colectivo que reflejaba cada vez más lo visto en las revistas, periódicos, vallas publicitarias, en el cine y en la televisión. El epicentro de semejante revuelta, por supuesto, estaba en el poder omnipresente de la imagen fotográfica. Sin embargo, a Warhol le encantaba la rapidez, el tono impersonal y la calidad que conseguía al estampar imágenes en foto-serigrafía (botellas de gaseosa, sillas eléctricas o los retratos de estrellas de cine que aparecían en los periódicos) sobre telas o papeles que él pintaba a mano antes o después de la impresión. Así, llevó a cabo un matrimonio forzado entre las formas tradicionales de trabajar la imagen en la alta cultura (con abolengo) y las mecánicas industriales para capturarla y reproducirla dentro de la cada vez más fuerte cultura popular. Y tuvo éxito. De tal manera señaló el camino del arte pop: “sucio”, contaminado, torcido y muy divertido, que años más tarde seguirían y diversificarían artistas como Pierre Commoy y Gilles Blanchard, mejor conocidos como Pierre y Gilles.

Pierre estudió fotografía en Ginebra y a mediados de los setenta trabajó para revistas como Dépèche Mode, Rock and Folk e Interview. Gilles estudió Bellas Artes en La Havre, luego se mudó a París para pintar y trabajar como ilustrador en campañas publicitarias y en revistas. Cuenta la leyenda que en 1976, en la capital francesa, los dos se conocieron en una fiesta de inauguración de una boutique de Kenzo, se enamoraron, se mudaron juntos y poco tiempo después comenzaron a realizar proyectos en pareja. Comenta Gilles: “Pierre era fotógrafo y yo era pintor. Nos enamoramos y nos volvimos inseparables. Éramos capaces de sacar a la luz lo mejor del otro. Éramos diferentes y complementarios. Nos entendimos tan bien que poco a poco nuestro trabajo fue apoyándose, mezclándose, superponiéndose uno al otro. Simplemente, todo encajó a la perfección: todo se resolvía con más naturalidad, disfrutábamos más del trabajo y descubríamos muchas cosas nuevas…, hasta que ya no pudimos trabajar por separado. Nuestra vida y nuestra obra se volvió una”. Los retratos —de Warhol, Mick Jagger, Salvador Dalí o Iggy Pop, entre otros— que hicieron a fines de la década de los setenta y comienzos de los ochentas para revistas como Façade, Gai Pied o Tempo, o las portadas de discos que diseñaron para artistas como Nina Hagen, Etienne Daho o Amanda Lear, muestran sus primeros pasos en esa búsqueda de unidad fotográfica y pictórica. En estas primeras imágenes —realizadas siguiendo una vieja técnica artesanal para colorear fotografías a mano— aún es claro qué está pintado y qué no. Diez años más tarde, la mezcla de medios y la empatía entre los dos es tal que es imposible discriminar en su obra, qué es pintura y qué es fotografía. El crítico Bernard Marcadé, escribe al respecto: “El pincel de Gilles a veces da a la imagen una dosis adicional de ‘realidad’, mientras la cámara de Pierre la carga con una patina extra de idealización. Así, ya no hay diferencia entre fotografía y pintura. Sus obras son un híbrido total, una mixtura, un lugar de conflicto y de reconciliación”. Los polos opuestos se complementaron a la perfección gracias al amor y al talento de estos dos franceses.

Por la forma en que han sido hechas, pero también por sus temas y motivos, las imágenes de Pierre y Gilles poseen una perturbadora extrañeza y ambigüedad. Unen con descaro lo bello y lo grotesco, lo falso y lo real, la bajeza y la nobleza, lo cursi y lo heroico, lo sagrado y lo profano, el placer y el dolor, lo bueno y lo malo… el buen gusto y el mal gusto. Ellos se oponen —como lo hizo Warhol en su momento— a la ideología modernista que proponía que el arte debía permanecer “puro y autónomo”, a distancia y a salvo de la vulgaridad y los caprichos de la cultura popular. Pero a diferencia del cinismo de Warhol, sus retratos poseen un candor y están trabajados con tal cuidado y cariño que parecen ser hechos por los últimos sobrevivientes de una época distante, obsesionados por capturar la sublime belleza del cuerpo humano, exhibirlo y conservarlo para el goce futuro del mundo entero. Y es que el modelo es lo más importante en el proceso artístico de este par de hedonistas consumados: la escenografía, la iluminación, el color, los accesorios, el maquillaje están siempre al servicio del modelo; son útiles solo si ayudan a glorificar lo que los artistas sienten por estas personas (famosas o desconocidas) que sin duda son especiales para ellos. De tal manera, emplean cualquier pose, cualquier encuadre, cualquier temática que el modelo les dicte o cualquier personaje que les recuerde y lo recrean, sin prejuicio ni límite alguno. Los referentes de sus obras han sido recolectados sin prejuicios en todos los rincones de “la baja cultura”: las viejas fotos de estudio que recrean exteriores, comics, postales, afiches de películas (de Hollywood a Bollywood), pornografía, afiches de estrellas de rock, láminas religiosas cristianas (santos, vírgenes, crucifixiones, divinos niños), ilustraciones de cartillas infantiles, viñetas de antiguas campañas publicitarias, deidades hindúes, libros de aventuras para adolescentes (les encanta la serie escrita e ilustrada por Pierre Joubert: Signes de Piste), revistas de moda, mitología griega, propaganda política, camisetas estampadas, las fotos de los calendarios, Tom of Finland (y demás iconografía gay)… el catálogo es enorme. Y aunque sus imágenes parezcan “de segunda mano”, no son simples copias: algunas diferencias (y combinaciones atrevidas) en la composición, en la acción, en la pose, en el encuadre, en el color, en el vestuario, hacen que aparezcan novedosas e inquietantes. Sin embargo, como trabajan a partir de estereotipos, frente a los retratos de Pierre y Gilles, un sentimiento de nostalgia prevalece sobre el de descubrimiento. Porque su intención es justamente esa: llevar al observador a un territorio conocido, familiar, dentro de su memoria. Entonces, junto a la sorpresa, la añoranza.

Añoranza con gusto a recuerdo que se subraya por la manera anticuada como construyen y manipulan sus imágenes, más cercana al juego infantil que a las fórmulas mediáticas de la publicidad: Pierre y Gilles no usan Photoshop, ni montajes de laboratorio; ellos recurren al pincel, al pigmento, al maquillaje, a la escarcha, a telones de fondo pintados, a escenarios hechos en cartón. Sus bosques, sus cielos, sus meticulosos “exteriores”, sus paisajes submarinos se derivan de las burdas imitaciones y maquetas que hacen los niños creando mundos enteros sin salir del cuarto. Y la pose ideal, la sonrisa perfecta, el vestido impecable y el brillo sobrenatural en la piel de sus modelos, ¿acaso no recuerda a las Barbies y a los Ken con que juegan las niñas? Que trabajen con representaciones de la naturaleza doméstica (presentes en la decoración navideña, o en los pequeños acuarios) y con el encanto del juego, del disfraz y del teatro infantil, brinda tibieza a su obra, la humaniza, la hace sin igual. Pese a que son estereotipos encarnados; cada uno de los retratos de Pierre y Gilles es único. Claro, acostumbrados a las actuales proezas en la manipulación de la imagen, al engaño digital invisible a nuestros ojos, la obra de Pierre y Gilles puede verse como demasiado postiza, ingenuamente artificial: se nota que el pasto es de plástico, que la pose ha sido ensayada, que las lágrimas son falsas, que el cielo está pintado. Pero es que Pierre y Gilles, eternamente obsesionados por la belleza superficial y la decoración, se deleitan en el artificio y así nos recuerdan que tanto la fotografía como la pintura son ficciones, mentiras manipuladas (desde el encuadre y la escogencia del tema). Ellos no solo han sido capaces de recrear y de incluirse dentro de la historia universal a partir de una vibrante y atrevida reelaboración gay de la iconografía universal; su ambiciosa (y aparentemente inocente) empresa, nos recuerda lo que ya saben los publicistas, los periodistas y los políticos: cuando se actúa y se trasforman las imágenes de un mundo que rinde culto incondicional a la apariencia, se obtiene el mismo efecto que si se actuara sobre la realidad misma. Pierre y Gilles han cambiado el mundo.

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